De niña siempre soñaba con que hicieran en el patio de mi casa una casa de árbol. Trepaba árboles en la casa de mi tía y pasaba horas en mi jardín donde recogía frutas, sembraba y jugaba. Tenía unos árboles identificados como los “perfectos” para hacer un pequeño espacio y poder refugiarme aunque fuera por un rato. Estos tenían ramas fuertes, esparcidas y daban buena sombra. La casa que me imaginaba era pequeña, de madera, ahí guardaría mi diario y algunos de mis juguetes favoritos para pasar horas en ella.
Amo la naturaleza y siempre había querido experimentar quedarme al aire libre y si era en un árbol como hacen las aves, mejor aún. Buscando recientemente encontré una casa que estaba construida encima de las raíces de un árbol de flamboyán en San Germán, la segunda ciudad más antigua de Puerto Rico (seguida de la capital: San Juan). San Germán se encuentra a 2 horas y media aproximadamente de la capital en auto y es un pueblo que no tiene costa. Lo visité una o dos veces cuando pequeña, pero no tenía muchos recuerdos de él. Así que la combinación de descubrirlo y pasar una noche en la casa de árbol me pareció un buen plan. Preparé un pequeño viaje en mi Isla y con mi novio me fui para el sur-oeste.
Llegamos a San Germán cerca del mediodía. Mi misión era dar un pequeño recorrido por el centro para luego llegar a la casa donde pasaríamos la noche. Bajo un calor que cansaba me encontré con un pueblo bohemio con calles que se sentían de otra época, pisos en piedra y casas antiguas de colores pasteles. La mayoría de las casas eran de dos pisos, con balcones europeos espaciosos y diseñadas con muchos detalles. Algunas puertas y ventanas llevaban vitrales, madera, adornos, arcos o soles truncos. No había mucha gente en las calles, los edificios y casas eran los que me contaban su historia. Se conservaba bien el aire español y la arquitectura colonial.
Por una de las calles del centro, en una pequeña colina, sembraron un árbol de ceiba en 1897. Hasta allí llegué para conocerlo. Le llaman la ceiba de la libertad, ya que se sembró el año que España nos dio la autonomía, que muy poco duró. Esa ilusión de los locales los motivó a celebrar sembrando un árbol nativo, que era sagrado para los indígenas locales, los “taínos”. Hasta allí fui a tocar sus raíces, grandes como colas de dinosaurios. De color café con leche, hacían diferentes caminos en la tierra. Las abracé. Eran fuertes y ásperas como su tronco. Sentí que me daban energía y que era un preámbulo a la casa que me estaba esperando (o que yo estaba esperando hace mucho tiempo). Se sentía una brisa suave y húmeda que movía delicadamente las hojas y mi pelo. Y ese aire tenía un aroma a madera, a tierra seca con un toque dulce de algunas flores rojas que se encontraban cerca de las raíces, creando así un perfume tropical.
Dejamos la ceiba atrás, salimos de las calles del centro que curiosamente se llamaban Libertad, Victoria, Esperanza; y por una ruta montañosa nos dirigimos por fin a la casita. Unos 20 minutos después habíamos llegado a la casa de árbol rodeada por un pequeño bosque. Había una pared de bambúas detrás de ella que le daban cierta protección, un jardín al frente y unas flores que María, la cuidadora de la casa, nos dijo que le llamaban antorchas. Pensé que esas serían las que iluminarían el camino en la noche. Era como acampar encima de un árbol, no había puertas, salvo por el pequeño baño de composta. El espacio era como el de una habitación, cómoda y con todo muy ordenado, más grande a como imaginaba la del patio de casa. Había de todo: una cocina pequeña, sillas, cama con mosquitero y hasta una hamaca. Me conformaba con mucho menos cuando la soñaba de niña.
El calor nos perseguía, pero al menos se respiraba tranquilidad. Olía a verde, a montañas y a flores. Eran las 4pm y las hojas se movían lento como si estuvieran de siesta. Era tanta la relajación que se respiraba, que yo estaba súper inquieta. Me parece que vivimos la vida tan de prisa que tener paz de golpe no es tan fácil de manejar. Puede que me sintiera así porque estaba experimentando algo nuevo, expuesta a la naturaleza, la incertidumbre de lo que pasaría cuando cayera el sol o porque finalmente iba a estar en mi casa de árbol aunque fuera por una noche.
Salimos a buscar comida, cuando regresamos ya era de noche, no había luna y estaba nublado. Era tal la oscuridad que la casa se perdía en el bosque. Todo estaba completamente negro como el azabache, apenas se podía ver la silueta de la casa. Los ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y se comenzó a ver el árbol, caminamos unos pasos y una luz de sensor prendió. Como pájaros en su nido, durante la noche presenciamos un concierto. Una orquesta con animales tropicales nos rodeaba. Las noches en Puerto Rico tienen vida gracias al cantar del coquí, uno de nuestro símbolos nacionales y estamos acostumbrados a ellos porque nos acompañan todas las noches con su peculiar silbido que dice “co-quí”. En la casa se intensificaron los sonidos porque me imagino que habían cientos o miles. Los integrantes principales de la orquesta lo fueron el coquí y el grillo, supongo que había algún pajarito por allí también. Con sus sonidos (y luego de ducharme) pude finalmente tranquilizarme. Me fui a dormir. Pensé que iba a dormir profundo, pero estaba atenta a todo. Quizás no me quería perder nada, ya que era mi chance de estar así casi a la intemperie o la intranquilidad de ver todo tan negro. La música cambió de ser relajada a un rap.
A mitad de la noche me levanté escuchando un búho muy cerca y antes de que saliera el sol los gallos me avisaron que estaba por amanecer. No dormí mucho. Entre las ramas vi el amanecer desde la cama. La música fue cambiando nuevamente, ahora sonaban notas suaves, alegres y comenzó una fiesta animada con sabor a zumo de naranja. Al calor se lo había llevado la noche. Me olía a madera, a mañana de domingo, aunque era martes. Allí estaba yo en mi palomar sintiéndome más libre que nunca y recordando cuántas veces había deseado pasar horas en un árbol como hacen los pájaros. No me quería ir, quería vivir más días así en las alturas. En la cima de un árbol de flamboyán sin miedo a las alturas.
Bella tu historia, te quiero mucho mi alma gitana❤️
Muchas gracias por leerlo, que bueno que te gustó. Abrazo💚
Holaaq, woo Me encanta tu blog de viajes, y mas cuabdi descubres dentro de tu propio pueblo o bajo tus propias narizes… Pero de verdad que es de mis paginas favoritas, me encanta como redactas, es super agradable leerte…. Estoy adicto…. No estoy seguro si soy fanatico o adicto jejeje… Lo averiguare luego…. Ahora quiero mas jejejeje 🙂
Hola Álvaro.
Que bonito leer estas palabras. El mensaje se había escondido, no lo había visto. Muchas gracias por el comentario. Espero sigas disfrutando las lecturas, que vienen unos artículos pronto.
¡Saludos!
Es un sueño de lugar, En que Barrio de San Germán es?
Hola Marlyn. Queda en el barrio Rosario 🙂